Juan José Ramírez Prats
El jurista, a diferencia del leguleyo, no puede darse por satisfecho con lo que en la ley está escrito.
Giorgio del Vecchio
Más que lema, parece broma de humor negro: “Construiremos el segundo piso de la cuarta transformación”. ¿En qué consiste la propuesta? Asombra la audacia verborréica. Si hemos de comparar el actual gobierno con un edificio, lo primero que salta a la vista es la falta de cimientos.
No hay una sola nación que haya alcanzado niveles de bienestar sin ordenamientos jurídicos bien elaborados y aparatos de administración de justicia eficaces y expeditos para aplicarlos. En otras palabras, para que haya desarrollo se requieren instituciones sustentadas en la credibilidad y confianza. Son elementos imprescindibles para la estabilidad, legitimidad, gobernabilidad, gobernanza de un Estado, conceptos que la ciencia política ha venido consolidando a través de muchas experiencias y el talento de grandes juristas.
Los mexicanos hacemos mal las leyes, sin saber con claridad cuáles son sus alcances y limitaciones, o las manipulamos de tal forma en su aplicación hasta convertirlas en lo que los romanos de hace más de dos milenios denominaban leyes odiosas, pervertidas, que tienen resultados contrarios a sus propósitos iniciales.
Un buen derecho principia con una reiterada cultura sustentada en valores y tradiciones. Cuando un gobernante declara “no me vengan con el cuento de que la ley es la ley”, o “váyanse al diablo con sus instituciones”, estamos ante una seria crisis.
¿Podemos hablar de un Estado de derecho cuando una ministra de la Suprema Corte, que debiera ser la primera en demandar la aclaración de un infundio, se empeña por todos los medios a su alcance en evitar que una comisión de ética cumpla su deber y se conozca la verdad? ¿Contribuye a prestigiar a la justicia como fin de la organización social designar a una persona que no cumple con los requisitos que marca nuestra Constitución? ¿No fue evidente el fraude filmado que cometió el Senado para que la Comisión Nacional de Derechos Humanos fuera presidida por una empleada del Ejecutivo?
Si no hay convicción arraigada en gobernantes y gobernados de respetar la norma, todo lo que se haga para que haya orden, como valor esencial, será inútil.
Se ha llegado al absurdo de elevar a rango constitucional la demagogia. Se engaña cuando se legisla para garantizar el acceso, sin ninguna excusa, a toda la población a bienes finitos. Todo derecho tiene un costo. Si no hay los recursos para solventarlos, más temprano que tarde, deterioran la moral de los pueblos. Eso aconteció cuando nuestra carta magna consagró el derecho a la tierra. Cuando no fue posible concederla, los peticionarios se desbordaron en la protesta incurriendo en ilícitos.
Irremisiblemente vamos aumentando los integrantes de la tercera edad. No se necesita ser experto para pronosticar que en el mediano plazo seremos más los beneficiarios que quienes aporten recursos para financiar los programas correspondientes. La situación de Argentina debería alertarnos.
Nuestro derecho electoral, fruto de intereses partidistas y no por el principio primigenio de que prevalezca la voluntad general, es una maleza exuberante que nos tiene enredados en un consistente desencanto en la democracia.
Es inútil tratar de evadir responsabilidades. El contraste entre las prescripciones y su observancia es cada vez más notorio. Organismos internacionales han avanzado en una metodología muy objetiva para medir avances y retrocesos. El artículo 16 de la Declaración de los Derechos del Hombre de 1789 señala: “Una sociedad en que la garantía de los derechos no está asegurada, ni la separación de poderes determinada, no tiene Constitución”.
No nos hagamos bolas. La ley no es ni de derecha ni de izquierda, es el acuerdo en lo fundamental. Sin los requisitos antes referidos, somos un Estado fallido, así se nos ha calificado según muchos indicadores confiables. Comencemos por ahí.