A ESTRIBOR
Juan Carlos Cal y Mayor
UN ESCUDO QUE NO NOS AVERGÜENZA
¿Quién les dio el mandato? ¿En qué momento se consultó al pueblo chiapaneco? ¿Con qué derecho un diputado decide mutilar nuestra historia y rediseñar arbitrariamente uno de los pocos símbolos que todavía nos dan sentido de pertenencia? Así, con argumentos tan gastados como falaces, se ha lanzado una iniciativa para sustituir el Escudo de Armas de Chiapas bajo el pretexto de que fue impuesto por la monarquía española y representa la violencia de la conquista. Detrás de ese discurso se esconde una narrativa ideológica que no parte del consenso social ni del amor por la historia, sino del rencor fabricado en oficinas académicas al servicio del poder.
El escudo de Chiapas no fue elegido por capricho ni representa afrenta alguna a nuestros orígenes. Es un testimonio visual de una época fundacional —sí, colonial— que, lejos de negarse, debe comprenderse como el punto de partida de lo que hoy somos. Representa la integración de dos mundos, la raíz mestiza que nos define y la superación del aislamiento fragmentario de los señoríos indígenas. Querer “purificar” los símbolos bajo la lógica de la corrección histórica no es otra cosa que un acto de negacionismo. No buscan reconciliar pasado y presente: buscan borrar selectivamente lo que no encaja con su dogma.
El escudo, como nuestras fiestas patronales, nuestros santos, nuestras procesiones y ferias, forma parte de la religiosidad popular que ha acompañado al pueblo chiapaneco durante siglos. Eliminarlo equivaldría a desmontar también los altares a San Sebastián, San Juan Bautista o San Caralampio, las fiestas de octubre en Tuxtla, los carnavales de Copoya o los tapetes florales en honor al Corpus Christi. ¿También querrán reemplazarlos con un mural abstracto que simbolice el “nuevo espíritu” del pueblo, como si de pronto fuéramos extranjeros en nuestra propia tierra?
MANUAL PARA DESCOLONIZAR CHIAPAS
Si de veras queremos descolonizar Chiapas, hagámoslo bien. Nada de medias tintas ni rediseños en photoshop. Basta ya de escudos con castillos, leones rampantes y coronas. ¡A barrer con todo lo español! Que el nuevo escudo chiapaneco represente por fin a la modernidad descolonizada: propongo un fondo color cacao orgánico, un jaguar negro devorando una nauyaca sobre una milpa de maíz —para simbolizar lo que ha quedado de nuestros bosques y selvas. Al centro, una hamaca colgando entre una palmera de cocos y una penca de plátano y de a un costado un cajero del bienestar.
¿Que seguimos hablando español? De ninguna manera. Urge decretar la sustitución inmediata del idioma impuesto por la Corona. Desde ahora, todo trámite debe hacerse en tzotzil o en tzeltal —y que nadie se atreva a pedir traductor, porque eso también sería colonialismo lingüístico. Los documentos oficiales del Congreso se escribirán con pictogramas de mazorcas, y los informes se harán en asamblea comunitaria al ritmo del balafón, ese instrumento que trajeron los esclavos africanos y que acá llamamos marimba.
Adiós al catolicismo opresor. Hay que expropiar todas las iglesias del periodo virreinal y convertirlas en centros de introspección identitaria. Las fiestas patronales, esos resabios del “colonialismo espiritual”, serán reemplazadas por sacrificios humanos a Chaac, el Dios de la lluvia y un festín carnívoro con muslos humanos aderezados con sopa de chipilín.
En resumen: el nuevo escudo debe ser un lienzo limpio. Sin historia, sin religión, sin mestizaje, sin símbolos compartidos. Porque, al parecer, solo así podremos ser libres: olvidando lo que somos. Un escudo “marca Chiapas”.
HABLANDO EN SERIO
Hay algo profundamente antidemocrático en este embate simbólico. No se ha abierto un solo foro de discusión pública, no se ha consultado a cronistas ni a pueblos originarios. Como tantas otras ocurrencias, esta se ha gestado entre pasillos universitarios y asesores de escritorio que creen que el pueblo debe ser redimido de su pasado. Esta supuesta “descolonización” es, en realidad, una nueva colonización ideológica: una imposición que desarma el arraigo espiritual de las comunidades y lo sustituye por una identidad artificial, despojada de fe, tradición y raíces.
¿Y cuál será el próximo paso? ¿Eliminar los nombres de ciudades que evocan santos católicos? ¿Renombrar las fiestas religiosas como “ritos ancestrales”? ¿Suprimir los templos por ser vestigios del “colonialismo opresor”? ¿Convertir la montera del Parachico en un penacho de plumas del extinto quetzal y las caretas en réplicas de Pakal? Esto no es una reedición inocente de nuestros símbolos: es una reingeniería cultural que busca disolver toda referencia a nuestra historia compartida, y con ella, la cohesión social que aún sostiene nuestra pluralidad.
No es casualidad que estas ideas florezcan en gobiernos que cultivan el resentimiento como ideología. Quienes hoy atacan el escudo de Chiapas no buscan reformar nada: quieren refundarlo todo. Les estorba el mestizaje, les estorba la religión católica, les estorba el legado español que vive en nuestro idioma, nuestras leyes, nuestras fiestas y nuestra arquitectura.
La violencia que supuestamente representa el escudo no es mayor a la que hemos vivido en años recientes. Cambien mejor esa realidad. No quieren cambiar el escudo por sensibilidad histórica, sino porque les incomoda lo que nos recuerda: que Chiapas forma parte de una civilización más amplia, más rica y más compleja que su caricatura de víctima y opresor.
A los chiapanecos nos toca defender lo que es nuestro. No hay nada que nos avergüence en ese escudo. Avergonzarnos de nuestra historia es, simplemente, renunciar a nosotros mismos.