EMPECEMOS POR EL INICIO
Juan José Rodríguez Prats
Si dejásemos de creer en el futuro, el pasado dejaría de ser completamente nuestro, se convertiría en una civilización muerta
T. S. Elliot
La declaración de independencia (en caso de haber sido colonia) y la constitución política son los documentos fundacionales de un Estado. Nuestra nación, jurídicamente definida como una república representativa, democrática y federal, inicia el 28 de septiembre de 1821 con el primero de los documentos señalados. Ordenado por Agustín de Iturbide, lo redactó Juan José Espinoza de los Monteros y lo firmaron los integrantes de la Suprema Junta Provisional Gubernativa. El segundo entró en vigencia el cuatro de octubre de 1824 y, al decir del presidente del Congreso, Lorenzo de Zavala, es imitación de una mala traducción de la Constitución de los Estados Unidos de Norteamérica. Los dos textos, de escasas aportaciones asertivas, no son hoy referente alguno de nuestra vida política.
Nuestra carta magna es un texto jurídico-político deficiente, confuso y ambiguo, producto de improvisaciones y ocurrencias del Ejecutivo federal en turno y una mezcla de vertientes ideológicas, sobre todo los cambios más recientes. Debemos, por lo tanto, desacralizar nuestra ley fundamental y analizarla con el mayor rigor. No son pocos ni desechables los muchos esfuerzos tendentes a ese propósito.
Una reflexión de previo y especial pronunciamiento: en cuanto a derechos humanos y división de poderes, cumple con los requisitos mínimos.
¿Sirve nuestra Constitución? Hay quienes sostienen que no podemos saberlo porque nunca la hemos aplicado. Elaborar una nueva en los tiempos actuales es poco viable. Sin embargo, anoto sus fallas más notables:
1. Federalismo. Asignatura pendiente que nunca se ha abordado con seriedad y con una sincera propuesta para deslindar los tres órdenes de gobierno. Bandera del pensamiento liberal en nuestro devenir histórico, federalismo es descentralización. Sin embargo, hoy está más concentrado el poder que en el siglo XIX. Burocracias yuxtapuestas, derroche de recursos, imprecisión de tareas, pésimos servicios públicos. El caso más emblemático es el fracaso de la supuesta reforma educativa.
2. No hay un claro deslinde de lo público y lo privado. ¿Hasta dónde llega el Estado y hasta dónde los particulares? La respuesta es la incertidumbre, la peor enemiga de la ley. Se confunde rectoría del Estado con el Estado empresario, con graves consecuencias para la economía.
3. Es urgente mejorar nuestra vida parlamentaria. Algunas naciones latinoamericanas han introducido cambios que han operado para un mejor equilibrio en el ejercicio del poder.
4. El juicio de amparo ha degenerado, entorpeciendo la administración de justicia. Requiere una revisión integral.
5. Los derechos sociales no son judiciables, por lo tanto, acusan un grave rezago. Éstos tal vez sean el mayor desafío a futuro.
He insistido en que el mínimo compromiso del próximo gobierno es acatar la ley. Es lo que denomino la política exigible que debe asumir una nueva generación, que sería la de la constitucionalidad.
Requerimos un renovado espíritu que anime una sólida cultura de la legalidad. Pongo como ejemplo la más reciente violación al artículo 73 constitucional. En materia de deuda pública, establece que: “Ningún empréstito podrá celebrarse, sino para la ejecución de obras que directamente produzcan un incremento de los ingresos públicos, o en términos de la ley de la materia los que se realicen con propósitos de regulación monetaria, las operaciones de refinanciamiento o reestructura de deuda”.
El Presupuesto de Egresos 2024 tiene un déficit equiparable al de 1989, inicio del gobierno de Carlos Salinas de Gortari: 4.9% del PIB y es para cubrir gasto corriente, violando el artículo arriba citado. Si la palabra de no más endeudamiento y el juramento de cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanan no se asumen con honor y pudor, ¿a qué nos atenemos? Ése es el tema.