A ESTRIBOR
Juan Carlos Cal y Mayor
VARGAS LLOSA Y LA LIBERTAD
Era de esperarse que jauría lopezobradorista se lanzara a descreditar a Mario Vargas Llosa -a propósito de su fallecimiento- desde que lo hizo su santo patrono por el hecho de no tolerar que el escritor e intelectual con una voz potente a nivel internacional lo criticara. A partir de ahí lo vetaron -de facto- al grado de que apenas participó en una edición de la FIL Guadalajara en 2021. No faltó quien dijera que le aplicaran el artículo 33 y lo expulsaran del país por, según ellos, intervenir en asuntos políticos de nuestro país, ¡sólo por una opinión! ¡Que cerebro tan chiquito! Pero así es como se las gastan las huestes orgánicas, no el pueblo, cual jilgueros al unisono.
Vargas Llosa fue un intelectual incómodo para la izquierda en Hispanoamérica, desde Fidel Castro y pasando por todos los gobiernos autoritarios algunos de los cuales siguen vigentes hasta nuestros días. En tiempos de polarización, donde el pensamiento crítico se sacrifica en el altar de las trincheras ideológicas, abundan los intentos de etiquetar a quienes piensan diferente como enemigos del pueblo, traidores de clase o, en el caso de Mario Vargas Llosa, como parte de una supuesta “ultraderecha” o como un intelectual al servicio de las élites. Nada más alejado de la verdad.
Se ha querido descalificar a Vargas Llosa aplicándole la etiqueta de “intelectual orgánico”, en el sentido gramsciano del término, como si su defensa de la democracia liberal respondiera a intereses de clase o a prebendas del poder. Esa crítica no resiste el más mínimo análisis. Vargas Llosa ha sido —y seguirá siendo para la posteridad— un intelectual incómodo, independiente, que ha defendido sus convicciones liberales incluso en contextos hostiles, cuando hacerlo implicaba ir a contracorriente de la opinión dominante.
Basta revisar su trayectoria: combatió al franquismo, apoyó la Revolución Cubana antes de denunciar su deriva autoritaria, rompió con la izquierda continental cuando vio en ella una traición a la democracia, y más tarde asumió la defensa del liberalismo político y económico sin ambigüedades. No lo hizo por conveniencia, sino por coherencia. No por encargo, sino por convicción. Una que se fue construyendo a partir de un compromiso intelectual con la libertad de las ideas y lo que le parecía razonable dentro de la discrepancia. En eso radica el liberalismo clásico. En la dialéctica Socrática que es un método de razonamiento y una forma de comprender el mundo basada en el diálogo y el debate entre ideas opuestas.
A diferencia de los verdaderos intelectuales orgánicos del poder, esos que justifican todo lo que hace un régimen a cambio de favores, contratos o posiciones, Vargas Llosa no necesitó del aparato estatal para sostener su voz. No fue embajador ni burócrata cultural, ni vivió del erario. Su prestigio se debe a su obra literaria, a sus ensayos y a su defensa inquebrantable de la libertad frente a cualquier forma de autoritarismo, ya viniera de la derecha militarista o del populismo de izquierda.
Mario Vargas Llosa pasó de ser un intelectual comprometido con la crítica de las dictaduras y la defensa de la libertad, a involucrarse directamente en la vida política de su país, convencido de que las ideas no bastaban si no se traducían en acción. Su candidatura a la presidencia del Perú en 1990 representó ese salto del pensamiento a la arena política, impulsado por su firme oposición al estatismo, al populismo y a los regímenes autoritarios que él mismo había denunciado en sus ensayos y novelas. Aunque no ganó la elección, su incursión marcó un hito en la historia latinoamericana: el intento de un escritor liberal de transformar su nación desde el poder.
Los que lo acusan de reaccionario no hacen más que proyectar su propio sectarismo. En realidad, lo que molesta de Vargas Llosa no es su supuesta adscripción ideológica, sino su capacidad para pensar con libertad, sin pedir permiso y sin someterse a los dictados del poder ni a los dogmas progresistas. En una época donde todo debe encajar en la narrativa binaria del “pueblo bueno” contra los “privilegiados”, Vargas Llosa representa una herejía: la del liberal que defiende al individuo frente a la masa, al ciudadano frente al Estado, y a la cultura frente al panfleto.
Quienes tenemos un compromiso con la libertad debemos reconocer que su voz ha sido una de las pocas que no ha cambiado de piel según sopla el viento del poder. En América Latina, donde tantos se arrodillan ante el caudillo de turno, su dignidad intelectual es una rareza que incomoda. Por eso se le calumnia. Porque mientras algunos construyen su prestigio al amparo del presupuesto público y venden su pluma al mejor postor, Vargas Llosa eligió el camino más difícil: el de la libertad sin adjetivos, sin subsidios y sin miedo.