A ESTRIBOR
Juan Carlos Cal y Mayor
TECNO-FEUDALISMO
En los últimos años, ante el declive electoral de la izquierda en algunas democracias occidentales y el ascenso de nuevas fuerzas políticas a las que insisten en calificar —sin matices ni rigor— como “ultraderechas”, ciertos sectores progresistas han recurrido a una estrategia retórica que combina alarmismo y victimismo. La más reciente de sus etiquetas es tecno-feudalismo, un término que pretende describir al capitalismo contemporáneo encarnado por Elon Musk, como una nueva forma de mansedumbre digital, dominada por grandes plataformas tecnológicas que habrían reemplazado al mercado por el algoritmo y a la ciudadanía por una especie de neofeudalismo corporativo.
La idea ha sido promovida por figuras como Yanis Varoufakis, exministro griego de economía, quien sostiene que vivimos en una “nueva Edad Media” dominada por grandes señores digitales —Google, Amazon, Meta, Tik Tok o Instagram— que acumulan datos en lugar de territorios, y controlan nuestras vidas como si fuéramos siervos posmodernos. Es una metáfora seductora, con tintes apocalípticos, pero profundamente equivoca.
CONTRA LOS DOGMAS
Lo que molesta a muchos progresistas no es el poder de la tecnología, sino que este no esté al servicio de su ideología. El problema no es que existan élites digitales, sino que dichas élites no responden a los dogmas del igualitarismo forzado o a la lógica redistributiva de la riqueza por parte del estado. Cuando las herramientas del progreso escapan a su control, entonces el progreso se vuelve sospechoso. Por eso el capitalismo tecnológico pasa a ser demonizado, no por lo que es, sino por lo que no es: dócil a la corrección política y funcional a los intereses ideológicos de una izquierda en crisis.
SIN LÍMITES
Si algo caracteriza a la era digital es precisamente la descentralización del poder y la multiplicación de oportunidades para el individuo. Nunca antes había sido tan fácil para una persona generar contenidos sin pedir permiso, expresarse con libertad, crear una empresa o comercializar con el mundo, acceder a la educación, a la literatura sin límites o participar del debate público sin pasar por aduanas institucionales.
LA LÓGICA BINARIA
Este mismo reflejo se activa cuando emergen movimientos que cuestionan las políticas identitarias, el lenguaje inclusivo, la censura disfrazada de sensibilidad y el eterno revisionismo histórico que busca reescribir, más no comprender, el pasado. Rápidamente, cualquier reacción crítica es etiquetada como “ultraderecha”. Así, se elimina la posibilidad del matiz, del debate honesto, y se instala una lógica binaria: estás con nosotros o eres un fascista. Es una forma de infantilización política que revela más miedo que convicción.
EN DEFENSA DE LA CIVILIZACIÓN
En este contexto se vuelve imprescindible reivindicar los pilares de la civilización occidental: el cristianismo como raíz ética y moral, el derecho romano como estructura jurídica y la filosofía griega como cuna del pensamiento racional. Estos fundamentos no son reliquias, sino herramientas vivas que nos han permitido construir sociedades libres, abiertas y críticas. Defenderlos no es un acto reaccionario, sino un proceso evolutivo y un deber civilizatorio.
EL DESPERTAR
El wokismo, con su moralina inquisitorial y su obsesión por corregir el lenguaje, no es más que la otra cara del autoritarismo que dice combatir. Y en esa batalla cultural por el sentido común, por la libertad de expresión y por la continuidad de una tradición crítica que no reniega de sus raíces, muchos han empezado a despertar. Es por eso que movimientos políticos que se atreven a desafiar el consenso progresista están ganando terreno. No porque representen un regreso al pasado, sino porque se atreven a decir lo que una mayoría silenciada piensa.
La etiqueta de tecno-feudalismo revela, más que un diagnóstico certero, un profundo desarraigo con la realidad. Es la coartada de una izquierda que no logra explicarse por qué ya no enamora, por qué su retórica ya no convence. No es que la gente añore el capitalismo sin reservas, sino que reconoce en él un instrumento imperfecto pero real de libertad, mientras que del otro lado solo encuentra culpa, resentimiento y censura.
Si queremos salvar a Occidente, no será culpándolo de su éxito, sino reconociendo y defendiendo aquello que lo hizo grande. La historia no avanza con etiquetas, sino con ideas. Y las ideas que valen la pena no necesitan disfrazarse de neologismos. Basta con nombrarlas por su nombre: libertad, verdad, dignidad.