A ESTRIBOR
Juan Carlos Cal y Mayor
QUEMANDO EL FUTURO
Cada año, en los campos de Chiapas, se encienden miles de pequeñas fogatas con pretensiones agrícolas. Dicen que es para “limpiar” el terreno, para que el suelo “descanse”. Lo que realmente hacen es calcinar su fertilidad, contaminar el aire y, de paso, ofrecernos un espectáculo gratuito de cómo seguir en el subdesarrollo… pero con humo.
Los cielos siempre azules de Chiapas desaparecen ante una densa capa de humo grisáceo que, además, aumenta considerablemente las temperaturas. Como “agua de mayo”, en efecto, esperamos las primeras lluvias y el campo florece. Cada año es así, solo que la erosión es inevitable y las piedras también florecen sobre la superficie, sin posibilidad de volver a ser lo que fueron. El daño es irreversible, y así se pierden miles de hectáreas todos los años; solo que nadie se ha tomado lo suficientemente en serio el problema.
COSTUMBRE NOCIVA
La quema del rastrojo —ese residuo vegetal que queda tras la cosecha— es una costumbre tan extendida como nociva. Es la costumbre, y ni Dios Padre se las quita. Más que una práctica agrícola, parece el ritual de un autoexterminio colectivo. El inframundo espera, paciente. Y no, no es exageración: estamos hablando de emisiones masivas de dióxido de carbono, pérdida de nutrientes, erosión del suelo y enfermedades respiratorias multiplicadas por doquier. El humo no solo asfixia a las comunidades rurales, también sofoca el futuro ecológico del estado.
ENFERMEDADES
En Chiapas, donde las enfermedades respiratorias agudas representan una de las principales causas de consulta médica —con más de 379,000 casos registrados en 2019 (es la referencia disponible) y una alarmante prevalencia del 21.9 % en algunas zonas—, la quema de rastrojo agrícola constituye un factor agravante y subestimado. Esta práctica tradicional de muchas comunidades rurales libera al ambiente partículas contaminantes y gases tóxicos que deterioran la calidad del aire y desencadenan crisis respiratorias, especialmente en niños, ancianos y personas con padecimientos crónicos.
ALTERNATIVAS
Lo peor es que la alternativa está al alcance de la mano: reincorporar el rastrojo al suelo o, mejor aún, fermentarlo mediante técnicas como el bokashi o el ensilaje. El bokashi es un abono orgánico fermentado, elaborado a partir de una mezcla de residuos orgánicos y microorganismos benéficos, que se utiliza para mejorar la fertilidad del suelo y promover una agricultura más sostenible. A diferencia de la composta tradicional, el bokashi no se pudre ni se descompone con mal olor, sino que se fermenta mediante un proceso anaeróbico (sin oxígeno), gracias a la acción de microorganismos eficaces. Esto no solo regenera la tierra, también la enriquece, retiene humedad, mejora la microbiota agrícola y, sí, fija carbono. En otras palabras: combate el cambio climático en lugar de alimentarlo.
PIROMANOS
Pero claro, eso implica un pequeño esfuerzo: informarse, capacitarse, quizá acceder a maquinaria básica. Y ahí es donde tropezamos con el viejo obstáculo: la negligencia institucional y la inercia cultural. Mientras en India se subsidian tractores especiales para manejar el rastrojo y en Sinaloa ya se promueven modelos de agricultura regenerativa, en Chiapas seguimos jugando al pirómano con el campo. Además, el modelo político asistencial no encaja en una visión que apueste a la industrialización agrícola, sino al subsidio para mantener controles políticos. No hay —ni nos alcanza— el dinero para eso, y antes de eso hay que cambiar la cultura. Menuda tarea.
Eso sí, el gobierno federal ha intentado prenderle fuego —al menos en teoría— a la conciencia del productor: campañas como #MiParcelaNoSeQuema, la promoción de la agricultura de conservación o la iniciativa «El Rastrojo Vale» del CIMMYT buscan reducir estas prácticas y promover alternativas sostenibles. En Chiapas incluso hay coordinación interinstitucional y manuales para evitar incendios. Pero en la práctica, lo que arde no son las ganas de cambiar, sino el paisaje.
PEDREGOSO
Y para prueba, basta un paseo por la carretera Tuxtla–San Cristóbal. Ahí, en las laderas, se ve la secuela grotesca de este modelo arcaico: terrenos en pendiente, antes boscosos, ahora convertidos en parches de tierra pelona y chamuscada, sembrados a pulso sobre suelos desnudos donde ya afloran las piedras. Un escenario dantesco, como si la naturaleza se hubiera abrasado bajo el fuego de una ignorancia institucionalizada. Todo a la vista de los automovilistas, de los chiapanecos… y de las autoridades, que con olímpica pasividad se hacen de la vista gorda.
SEGUIMOS QUEMANDO
Según datos del INECC, más del 30 % de las emisiones de CO₂ del sector agrícola en México provienen de la quema de residuos vegetales. Eso sin contar el costo ambiental y sanitario para las comunidades. Respirar es un lujo cuando las parcelas se vuelven braseros. La incorporación del rastrojo al suelo no solo es posible: es urgente. Requiere voluntad, no discursos. Técnica, no ideología. Y, sobre todo, una visión que entienda que el campo no es un enemigo a domesticar a fuego, sino un aliado al que hay que nutrir si queremos sobrevivir como especie, o al menos como civilización agrícola.
Pero ya se sabe: en Chiapas, el problema nunca ha sido la falta de recursos naturales. Ha sido, históricamente, la terquedad con la que insistimos en malgastarlos. Porque mientras otros siembran futuro, nosotros seguimos quemando el planeta. Con todo y aplausos.