Lo que calla el país, lo canta el escenario

LO QUE CALLA EL PAÍS, LO CANTA EL ESCENARIO

Alfonso Grajales Cano

Si algo nos faltaba era que ahora los capos del narco salieran en pantallas gigantes, en pleno concierto, como si fueran rockstars. Y sí, eso pasó hace unos días en Guadalajara, en el Auditorio Telmex, en un concierto de Los Alegres del Barranco: proyectaron la imagen del mero mero del Cártel Jalisco Nueva Generación. Así, sin pena. Y mientras en redes crecía la indignación, en el escenario seguía el corrido, el aplauso, el grito de “¡arriba el patrón!”.

Esto ya no es un accidente, es la muestra descarada de una cultura que dejó de avergonzarse de su miseria moral. La narcocultura ya no se cuela: se presenta con boleto, luces y sonido. Se volvió parte del show. Y lo peor: hay quien la aplaude, la canta, la presume como si fuera identidad nacional. Como si ser mexicano fuera sinónimo de corrido tumbado, troca blindada y cuerno de chivo colgado del espejo retrovisor.

Después de este numerito, la Fiscalía de Jalisco dijo que va a investigar. La presidenta Claudia Sheinbaum se aventó un discurso diciendo que “no se puede glorificar la violencia”. Los gringos les cancelaron la visa a los músicos. Todo muy indignado, muy institucional, muy políticamente correcto. Pero la verdad es que ya sabían que esto venía pasando desde hace rato. Y no hicieron nada. Porque cuando la lana del narco se mezcla con la música, los aplausos ciegan hasta al más digno.

¿Cómo llegamos a este punto? ¿Cómo pasamos de temerle al narco a venerarlo? ¿Desde cuándo un bandido puede ser ídolo juvenil, estampado en playeras, pintado en murales o convertido en “inspiración”? Pues desde que dejamos que la narcocultura se colara por todas partes. No solo está en la música: está en las series, en las redes, en las escuelas, en las calles, en los memes. Ya no es ficción, es referencia. Y eso es el síntoma de que algo anda muy podrido en este país.

Porque no nos hagamos: a los jóvenes les atrae lo que parece poder. Lo que huele a dinero, a fama, a respeto forzado. Y si el único modelo de “éxito” que les ofrecemos es el narco que manda, tiene mujeres, troca y cuerno… pues claro que lo van a querer imitar. Total, ¿quién quiere ser maestro o médico si eso apenas da para vivir? Pero con una cadena de oro y un corrido con tu nombre, ya la armaste. Aunque te estés jugando la vida.

Y mientras tanto, la industria musical le entra al juego. Los promotores hacen como que no ven nada. Las autoridades reaccionan cuando ya explotó la bomba. Y todos nos hacemos los sorprendidos, como si esto no llevara años cocinándose. Pero el problema no es que el narco se haga propaganda, sino que nosotros se la compremos.

La música debería contar historias, sí, incluso duras o feas. Pero hay una línea entre narrar la violencia y celebrarla. Entre documentar la miseria y convertirla en aspiración. Y esa línea ya se cruzó hace rato. Nos tragamos la narrativa del “narco bueno”, del “bandido generoso”, del “hombre de palabra” que solo mata a los que se lo merecen. Y eso es una fantasía que solo beneficia a los de siempre: a los que viven del miedo.

Así que no, no es gracioso, no es tradición, no es “parte de nuestra cultura”. Es una señal de que estamos perdiendo la batalla más cabrona: la de la conciencia colectiva.

Porque cuando los criminales son ovacionados como héroes, y los héroes reales están en el olvido, ya no es un país… es un escenario montado por el narco. Nos leemos pronto.

ESPINACAS

Por Popeye

Proyectan al narco como celebridad,

con luces, pantallas y falsa verdad.

Y el pueblo aplaude, feliz su condena…

porque aquí la fama vale más que la pena.

¡Seco el elotazo…!