A ESTRIBOR
Juan Carlos Cal y Mayor
LA RAZA CÓSMICA
Hace exactamente un siglo, José Vasconcelos publicó La raza cósmica, un ensayo que intentaba explicar y proyectar la identidad de México y de América Latina desde una visión afirmativa del mestizaje. En un tiempo dominado por el racismo “científico” y las jerarquías civilizatorias impuestas desde Europa, Vasconcelos propuso que el mestizaje no era defecto, sino destino: una síntesis histórica capaz de dar origen a una nueva civilización, más humana, más espiritual.
No era un simple ejercicio filosófico. Vasconcelos escribía desde el poder, como secretario de Educación Pública, como impulsor del muralismo, de las bibliotecas públicas y de la alfabetización. En él se unían el intelectual, el pedagogo y el ideólogo de un México que, tras la Revolución, buscaba narrarse a sí mismo con orgullo y vocación de futuro. Su idea del mestizaje no era solo un acto de reconciliación, sino de elevación: una apuesta por la dignidad de una nación hecha de mezcla y contradicción.
De ahí también el lema que dio vida a la Universidad Nacional: Por mi raza hablará el espíritu. No se refería a una “raza” en términos biológicos, sino a una comunidad histórica nacida de la fusión. Y el espíritu que debía hablar era el del arte, la filosofía, la ciencia, la educación entendida como misión cultural. Vasconcelos soñaba con una universidad que no solo formara profesionistas, sino conciencias; que no solo distribuyera saber, sino sentido.
Tras el vendaval de la Revolución, los gobiernos surgidos del conflicto entendieron que hacía falta algo más que control político y reformas legales para reconstruir el país: era necesario forjar una identidad nacional que ofreciera cohesión y sentido de pertenencia. En un México diverso, desigual y profundamente herido por la violencia, esa tarea no era menor. La nación no podía construirse solo sobre ruinas y cadáveres; requería símbolos, relatos compartidos, y un horizonte común que permitiera pasar del campo de batalla a la vida civil.
En esa misión, el Estado postrevolucionario echó mano de todo lo que pudo representar unidad: la educación pública como vehículo de integración cultural, el muralismo como epopeya visual del mestizaje, y los mitos fundacionales que convirtieron a la Revolución en una gesta redentora, más que en una guerra entre facciones. La figura de Benito Juárez fue elevada a icono civilizador, y el “mexicano” ideal comenzó a tomar forma en los corridos, las películas y los desfiles cívicos. Se construyó una mexicanidad desde el oficialismo que combinaba elementos indígenas, coloniales y revolucionarios, no exenta de contradicciones, pero útil para los fines del poder.
Detrás de esta narrativa no solo había un proyecto cultural, sino también uno político. Un país que no sabe quién es difícilmente puede decidir hacia dónde va. La identidad nacional se volvió el pegamento necesario para sostener un régimen que, en nombre de la Revolución, prometía justicia social y desarrollo. Con sus luces y sombras, ese relato nos sigue habitando: está en las aulas, en los himnos, en los murales y en las memorias cívicas de cada año. Quizá hoy, ante la fragmentación contemporánea, convenga preguntarse qué tanto de aquella construcción simbólica sigue vigente… y qué tanto necesitamos reinventar.
Vasconcelos, el mismo hombre que soñó con una civilización mestiza terminó, años después, simpatizando con el fascismo europeo. Tras su derrota en las elecciones presidenciales de 1929, que consideró fraudulentas, cayó en un desencanto profundo. Se sintió traicionado por el sistema político, marginado del rumbo de la nación que él había intentado edificar. Y desde ese desencanto, giró hacia formas de pensamiento autoritarias, jerárquicas y antisemitas.
¿Cómo entender ese tránsito? Tal vez como la tragedia de un hombre que, al ver frustrada su utopía, buscó refugio en el mito del orden. Un pensador que pasó de imaginar una civilización incluyente, a justificar formas brutales de exclusión. El Vasconcelos pedagogo y el Vasconcelos reaccionario no se contradicen tanto como parecen: ambos comparten la convicción de que la historia tiene un rumbo, una misión y un alma, aunque sus métodos cambien radicalmente.
Lo que queda, sin embargo, es su legado más luminoso: la defensa del mestizaje como fuente de identidad y no como estigma. La idea de que América Latina no debe pedir permiso para existir, ni avergonzarse de su fusión, sino reivindicarla como proyecto civilizatorio.
A un siglo de distancia, La raza cósmica puede leerse con distancia crítica, pero también con gratitud. Porque aun con sus excesos, nos sigue recordando que la identidad no es pureza, sino fusión; no imposición, sino encuentro.