A ESTRIBOR
Juan Carlos Cal y Mayor
LA BARBARIE DE LA NUEVA GRAMÁTICA FEMINISTA
En nombre de la inclusión, la nueva gramática feminista ha emprendido una cruzada que raya en lo absurdo. De un tiempo a esta parte, pareciera que hablar correctamente equivale a reproducir estructuras opresoras, que el idioma —con su rica historia y sus elaboradas reglas gramaticales— es ahora un campo de batalla ideológico. Y en esa guerra, los dogmas pesan más que la razón.
Se repite como mantra: “lo que no se nombra no existe”. Bajo esa premisa, activistas del lenguaje buscan transformar el castellano mediante fórmulas artificiales, distorsionando su estructura y exigiendo que adoptemos un idioma nuevo, ideologizado, incluso violento en su imposición. ¿De qué estamos hablando? De términos como todes, niñes, lxs ciudadanxs, compañer@s, que no obedecen ni a la evolución natural del lenguaje ni a un verdadero consenso social, sino al capricho de una minoría militante que ha convertido la lengua en arma política.
No es una ocurrencia, sino un proceso intencionado, se trata de la intervención deliberada sobre el lenguaje con fines de ingeniería social. Citemos a Orwell: La neolengua en 1984, es una herramienta para suprimir el pensamiento crítico. El llamado lenguaje inclusivo opera como un dispositivo cultural de adoctrinamiento, presión y censura, promovido por élites académicas, movimientos activistas e instituciones que han adoptado la agenda woke.
Hace tres años en la camara de diputados, Gabriel Quadri se refirió a una diputada “trans” de Morena llamándola “señor”. La persona en cuestión interpuso una queja ante el tribunal electoral por violencia política de género al no reconocer su autopercepción. ¿Qué resolvió la autoridad? Que Quadri cometió violencia política de género en razón de identidad de género y ordenó: Inscribirlo en el Registro Nacional de Personas Sancionadas en Materia de Violencia Política de Género, tomar un curso de sensibilización sobre diversidad sexual e identidad de género y ofrecer una disculpa pública.
La contradicción es evidente: quienes denuncian una supuesta “opresión lingüística” caen en un fanatismo que exige cambiar el idioma bajo amenaza de ser tildado de retrógrado, machista o transfóbico. ¿Y dónde queda la libertad? ¿Dónde el derecho a pensar distinto, a preservar la lengua como vehículo común, como herencia compartida? ¿Acaso vamos a reescribir El Quijote o 100 años de soledad?
El escritor y periodista Álex Grijelmo, en “La seducción de las palabras”, hace una distinción clave: “El género gramatical no siempre tiene que ver con el sexo biológico. La mesa no es mujer, y el problema no es hombre. Son construcciones neutras que no necesitan intervención”. Sin embargo, el dogma feminista actual exige que se hable como ellos mandan, no como el idioma permite.
Lo más curioso es que esta narrativa no tolera cuestionamientos. Se repite con tono evangélico: el lenguaje inclusivo es justicia, es progreso, es moralmente superior. Quien disiente es un hereje. En lugar de promover una conversación abierta sobre cómo mejorar la convivencia entre los géneros, imponen un nuevo canon gramatical desde trincheras académicas, burocráticas o digitales, sin diálogo ni respeto por la historia del idioma. Como si un idioma, con siglos de evolución, pudiera reinventarse en asambleas de activistas.
Y los ejemplos abundan: instituciones públicas que emiten documentos oficiales con redacciones como “las y les estudiantes, profesoras, profesorxs y docentes todes”. Escuelas que enseñan a niños a utilizar elle como pronombre neutral, cuando ni siquiera está reconocido por norma alguna, y mucho menos entendido por la mayoría. Quieren universidades que incluyan en sus reglamentos sanciones por no usar el lenguaje inclusivo, dando lugar a un nuevo tipo de censura disfrazada de inclusión.
Lo trágico no es solo la forma, sino el fondo. Esta gramática “feminista” no solo desconoce la función del masculino genérico —una convención útil, neutra y universal—, sino que ignora que el verdadero cambio social no se impone desde el vocabulario, sino desde la educación y el respeto. Cambiar la letra no cambia la realidad. Nombrar a “las miembras” no ha resuelto la violencia, la discriminación ni la desigualdad. Pero sí ha servido para dividir, para excluir a quien no repite la consigna, para ridiculizar al que se aferra a la claridad y la belleza de la lengua española.
Lo peor de todo es que nuestra clase política actual para evitarse lios con el feminismo ha sido condecendiente con iniciativas de ley que rayan en el absurdo y han creado un apartheid en el que los hombres son considerados violentadores en potencia mientras las mujeres de la política hacen lo propio, se adhieren a las causas feministas sin reparar en sus excesos para lucrar políticamente. Estamos normalizando la cultura de la censura y la cancelación porque ahora resulta que ya todo es violencia de genero. Lo más lamentable es que hay quienes están abusando de ello por intereses propios a veces muy cuestionables.
Si permitimos que muten a nuestro idioma al antojo de consignas ideológicas, perderemos no solo precisión, sino identidad. No se trata de negar la diversidad, ni de oponerse a la evolución natural del lenguaje. Se trata de defender el sentido común frente al dogma, la belleza frente al ruido. En la gramática también puede haber barbarie. Y no por omitir una letra, sino por matar al sentido común.