En busca de nosotros

A ESTRIBOR

Juan Carlos Cal y Mayor

EN BUSCA DE NOSOTROS

No hay país que no haya intentado descifrarse a sí mismo. En México, sin embargo, la pregunta por la identidad ha sido casi una obsesión. Una angustia existencial que atraviesa nuestra historia, nuestra literatura y nuestra política. No basta con saberse mexicano; hay que explicarlo. Hay que dolerse de ello. Hay que escribirlo como quien se mira al espejo y no reconoce del todo su propio rostro.

Desde la prosa enrarecida de Pedro Páramo, pasando por los ensayos programáticos de Vasconcelos en La raza cósmica, el existencialismo sombrío de El laberinto de la soledad, la crítica sociológica de La jaula de la melancolía, hasta llegar al ensayo más reciente de Agustín Basave sobre la identidad mestiza, todos ellos comparten una pregunta de fondo: ¿quién somos?

LA TIERRA DE LOS MURMULLOS

Rulfo no da respuestas. Pedro Páramo es más bien un descenso a las raíces húmedas y agrietadas de nuestro inconsciente colectivo. Ahí donde la revolución no fue redención, sino polvo. Comala es México y es el infierno. Un país poblado por muertos que hablan y vivos que se arrastran. Si esa novela duele es porque no hay redención ni en la historia ni en la sangre. Sólo voces.

UNA UTOPÍA GENÉTICA

En contraste, Vasconcelos imaginó una síntesis luminosa: una raza cósmica, fruto del mestizaje, portadora de una misión espiritual. No era una visión científica, sino mística. El mestizo como culminación de la historia y no como anomalía. El mexicano, según esta idea, era portador de un destino superior. Quizá fue la respuesta emocional —y política— de un intelectual del régimen que necesitaba fabricar una identidad heroica donde sólo había fragmentos.

SOLEDAD Y MÁSCARA

Octavio Paz desmontó ese mito. Nos quitó el maquillaje y nos dejó solos frente al espejo. El mexicano no era el elegido, sino el encadenado. En El laberinto de la soledad lo definió como un ser escindido, que se protege tras la máscara del silencio, que se burla para no llorar, que celebra la muerte porque la vida le duele. Su mestizaje no lo une, lo confunde. Su historia no lo enaltece, lo atormenta. Y al final, su único refugio es la fiesta o el desdén.

MELANCOLÍA INSTITUCIONALIZADA

Roger Bartra, más frío y más clínico, disecciona esa tristeza con bisturí sociológico en La jaula de la melancolía. Ahí el mexicano ya no es un alma en pena, sino una construcción ideológica, una invención moderna atrapada entre el nacionalismo revolucionario, el autoritarismo de Estado y el racismo encubierto. El “mexicano imaginario” ha sido, según Bartra, el obstáculo para pensar nuevas formas de ser y de convivir.

IDENTIDAD MESTIZA: NI HEREJE NI HEREDERO

Agustín Basave, por su parte, retoma el dilema desde la política y la historia. En Mexicanidad y esquizofrenia, plantea que el mestizaje, lejos de ser una reconciliación, ha sido un campo de batalla simbólica. El mestizo no ha logrado reconocerse como síntesis sino como contradicción. Oscila entre el rechazo al indígena y la nostalgia por el hispano o viceversa, entre el cosmopolitismo y el resentimiento. Vive, dice Basave, una esquizofrenia cultural que lo vuelve inseguro, reactivo, atrapado entre su pasado negado y su presente difuso.

EL ESPEJO ROTO DEL BARDO

En tiempos recientes, esa misma búsqueda se ha colado en el cine. Bardo, de Alejandro González Iñárritu, es un delirio visual que no pretende explicar al mexicano, sino confesar su confusión. Es un diario onírico de un hombre partido entre dos patrias, dos lenguas, dos nostalgias. Es, para no ir muy lejos, el mismo González Iñarritu. Protagonista de éxito que lo obligó a vivir fuera de su patria, a americanizarse. Y si bien su estilo desconcertó a muchos, no deja de ser otro espejo más —esta vez cinematográfico— donde nos miramos fragmentados, absurdos, culpables, desarraigados.

UN PAÍS MÁS SURREALISTA QUE EL SURREALISMO

No es casual que Salvador Dalí, genio del delirio, haya dicho que no volvería a México porque era “el país más surrealista del mundo”. Y no lo dijo con desprecio, sino con estupor. Porque ni siquiera el surrealismo europeo había concebido una nación donde la muerte se festeja, el caos se vuelve costumbre, la fe y la violencia marchan juntas, y los sueños de identidad se transforman en pesadillas barrocas.

¿Y ENTONCES?

Quizá por eso seguimos buscando. Porque aún no lo sabemos. Porque nos duele no saberlo. Porque cada intento por definir la mexicanidad termina siendo más un retrato del desconcierto que una afirmación. Y sin embargo, lo seguimos intentando. Porque los pueblos que no se piensan se disuelven. Porque si no sabemos quiénes somos, tampoco sabremos hacia dónde vamos.

El día que dejemos de escribir sobre la identidad mexicana será el día en que por fin la hayamos encontrado… o hayamos aprendido, como Dalí, a no intentar comprender lo que ya es, por naturaleza, inasible.