El primer disparo

A ESTRIBOR

Juan Carlos Cal y Mayor

EL PRIMER DISPARO

Los tambores de guerra resuenan con fuerza en Medio Oriente. El bombardeo estadounidense a instalaciones nucleares iraníes ha encendido una mecha que podría escalar, si no a una guerra mundial, sí a una conflagración regional de consecuencias globales. Pero conviene poner las cosas en su sitio: esto no es un acto de imperialismo gratuito. Es parte de una lógica defensiva que incluye a Israel, cuya existencia está permanentemente amenazada por regímenes que, como el iraní, no solo niegan su derecho a existir, sino que promueven abiertamente su destrucción.

EL EJE DEL TERROR

Irán no es solo un Estado soberano. Es el eje de una red de milicias y organizaciones terroristas que operan en Líbano, Siria, Irak, Gaza y Yemen. Financia y arma a Hezbolá, sostiene a Hamás y sueña con borrar a Israel del mapa. El 7 de octubre de 2024, un ataque masivo de más de 700 misiles sobre Tel Aviv, lanzado desde Gaza, fue el primer disparo que marcó el inicio de esta escalada, en un contexto previo de relativa paz y hasta cierta convivencia entre israelíes y palestinos.

Hasta antes del conflicto, existía una dinámica laboral estable entre Israel y Palestina: miles de palestinos trabajaban legalmente en Israel, sobre todo en construcción y agricultura, mediante permisos oficiales. Entre 2014 y 2023, estos flujos laborales fueron constantes y esenciales para miles de familias palestinas, aunque sujetos a controles y vulnerables ante cualquier escalada de violencia.

Lo que vino con el ataque masivo y sorpresivo en contra de Israel fue una masacre deliberada de civiles, así como el secuestro de personas de distintas nacionalidades. De no contar Israel con un eficaz sistema antimisiles, como el “Domo de Hierro”, las consecuencias hubiesen sido fatales. Y ante eso, ¿qué esperar? ¿Una carta de protesta?

SUPERVIVENCIA

La respuesta de Israel —y ahora el respaldo abierto de su aliado estratégico, Estados Unidos— no es un capricho geopolítico. Es supervivencia. En un vecindario plagado de regímenes hostiles que ni siquiera lo reconocen como Estado, Israel ejerce su derecho a la defensa como lo haría cualquier nación acorralada.

Pero mientras eso ocurre, una parte considerable de la opinión pública occidental, el mainstream, presa del sentimentalismo y la propaganda, condena a la víctima como si fuera el agresor. Los enemigos de Israel utilizan las consecuencias de la guerra —como los daños colaterales a la población civil, que se dan en ambos bandos— para pintarlos como genocidas.

EL SILENCIO CÓMPLICE

México, por desgracia, no es ajeno a esa tendencia. Las izquierdas radicales, al igual que muchas en América Latina, repiten el discurso “pro-palestino” sin matices, convertido en consigna obligatoria. Desfilan por las calles ondeando la bandera palestina, pero guardan un silencio cómodo ante el antisemitismo flagrante que campea en redes, en carteles universitarios y hasta en algunas aulas.

El woquismo, infiltrado en los campus, ha convertido a Israel en el villano de moda. Bajo el disfraz de solidaridad, se legitima la narrativa del odio. No importa cuántos cohetes caigan sobre Tel Aviv. No importa cuántos túneles se construyan para infiltrar terroristas. La víctima ya está determinada por decreto ideológico.

IMPREDECIBLES CONSECUENCIAS

En ese contexto, el ataque de Estados Unidos no es sino una línea roja trazada en la arena. Irán ha jugado con fuego durante demasiado tiempo, desafiando al mundo con su programa nuclear y operando en la sombra a través de sus aliados. La Casa Blanca ha decidido que el riesgo ya no puede ser tolerado. Y ha actuado.

El problema, sin embargo, es que las consecuencias no se detendrán en Teherán. La región entera está al borde del colapso. El Estrecho de Ormuz —por donde pasa el petróleo que abastece a grandes economías— podría cerrarse. El precio del petróleo se disparará. Y México —con su economía abierta, su dependencia energética y su frágil estabilidad— sentirá la sacudida.

Un conflicto prolongado elevaría la inflación, encarecería los alimentos, desincentivaría la inversión y debilitaría al peso. El gobierno tendrá que elegir entre la retórica ideológica y la realidad económica. No hay margen para andarse con medias tintas.

Hoy más que nunca, el silencio no es neutralidad, sino complicidad. Y los discursos importan. Porque cuando los propagandistas se vuelven altavoces del odio, y los gobiernos callan o justifican, el primer disparo puede no ser el último.