El crimen de sentir

A ESTRIBOR

Juan Carlos Cal y Mayor

EL CRIMEN DE SENTIR

En tiempos donde la hipersensibilidad se ha vuelto norma y el escrutinio moral una cruzada, conviene hacer una distinción esencial: el odio, por sí mismo, no es un delito. Es una emoción humana —destructiva, sí; corrosiva, también—, pero tan natural como el amor, la envidia o la ira. Y por mucho que se intente moralizar el mundo a fuerza de decretos, el Estado no tiene jurisdicción sobre el corazón humano.

Sin embargo, hoy vivimos una época en que se pretende legislar las pasiones. Se habla de “delitos de odio”, y la expresión ha sido elevada a categoría jurídica con un poder simbólico inquietante. El problema es que esta figura, útil para castigar crímenes motivados por racismo, misoginia o discriminación, ha comenzado a desbordar su cauce original para convertirse en un instrumento de censura preventiva y cancelación.

PENSAR DISTINTO NO PUEDE SER DELITO

Una cosa es sancionar al que actúa con violencia motivado por el desprecio a otro —ya sea por su color de piel, su credo o su orientación sexual— y otra muy distinta es perseguir al que simplemente expresa una opinión incómoda o políticamente incorrecta. Si se borra esa línea, entramos en terreno fangoso: el del castigo del pensamiento.

En nombre del combate al odio, ya se han visto condenas por “malgenerizar” a una diputada trans, denuncias por chistes, juicios morales por tuits antiguos y tentaciones constantes de crear un “Ministerio de la Verdad” que decida qué puede o no decirse sin ser señalado como fascista, transfóbico, misógino o hereje. El delito de odio se convierte, así, en una trampa semántica: basta con que el otro se declare ofendido para que el aparato judicial se active.

EL NUEVO DELITO IMAGINARIO

Los antiguos regímenes totalitarios castigaban las acciones. Los más sofisticados, como la distopía de Orwell, castigaban también los pensamientos. El castigo del pensamiento en 1984 no es solo físico, sino ontológico: se borra al sujeto, se aplasta su voluntad, se reconfigura su mente. Orwell no denuncia solo la censura, sino la imposibilidad misma de pensar libremente bajo un régimen totalitario. La Policía del Pensamiento es el órgano encargado de detectar y eliminar cualquier disidencia, incluso antes de que se exprese.

Hoy, bajo el disfraz del progresismo, se castiga la emoción. Sentir “mal”, pensar “mal” o hablar “mal” son los nuevos pecados laicos. Se combate el odio… odiando. Se predica la tolerancia con listas negras. Y se exige diversidad de todo, menos de ideas.

¿Dónde queda entonces la libertad individual? ¿Dónde el derecho a disentir, a disgustarse, a provocar? ¿Vamos a prohibir también la ira, la tristeza o la decepción por considerarlas antisociales?

DEL ODIO NO SE SALE CON LEYES

La paradoja es evidente: ningún decreto puede extirpar el odio. Lo que sí puede lograrse —y se ha hecho— es instrumentalizarlo políticamente: acusar a adversarios de “discurso de odio” para desactivarlos; polarizar a la sociedad en bloques de “puros” e “impuros”; y aplicar selectivamente la ley según conveniencias ideológicas.

La exageración y banalización de los crímenes de odio ha convertido un concepto originalmente jurídico —destinado a proteger a víctimas de violencia motivada por prejuicios raciales, religiosos o de orientación sexual— en un comodín retórico que se usa para descalificar cualquier opinión disidente. Basta con darse una vuelta por las redes sociales o ver las pintas y carteles en las manifestaciones de los llamados colectivos. Al inflar o aplicar de forma arbitraria esta categoría, se erosiona su sentido original, se diluye su gravedad y se promueve una cultura de victimismo selectivo, donde el criterio no es la justicia, sino el prejuicio del dogma redentor y justiciero.

El odio real se combate con educación, diálogo, arte, inteligencia emocional y leyes justas que castiguen los actos, no los sentimientos. Pero eso exige una madurez cultural que no se compra ni se impone. Lo que no se vale es legalizar el rencor con toga y mazo. Como bien ha señalado Cayetana Álvarez de Toledo, los colectivos no pueden arrogarse el derecho de hablar en nombre de todos, ni mucho menos monopolizar la sensibilidad, la moral o la justicia. La libertad individual sigue siendo un baluarte, aunque incomode a los nuevos inquisidores.