El choque de las civilizaciones

A ESTRIBOR

Juan Carlos Cal y Mayor

EL CHOQUE DE LAS CIVILIZACIONES

Desde el punto de vista identitario, una civilización es una comunidad histórica que comparte una identidad colectiva basada en elementos profundos como la religión, la lengua, los valores, las tradiciones, la gastronomía, la música, la memoria cultural y una visión del mundo. No se trata solo de progreso material o estructuras políticas, sino de un sentido compartido de pertenencia, preservación y continuidad que define cómo esa sociedad se reconoce orgullosamente a sí misma frente a otras.

INMIGRACIÓN ILEGAL

Las democracias occidentales más desarrolladas, como Europa y los Estados Unidos, están hoy inmersas en un choque identitario a consecuencia de la inmigración ilegal descontrolada, y eso está provocando conflictos internos e interculturales cada vez más severos, que se acentúan a causa de la crisis demográfica. La tasa de reemplazo o reposición de las poblaciones nativas y originarias de esos países enfrenta una drástica caída, mientras que los migrantes —en su mayoría ilegales— se multiplican a riesgo de sustituirlas.

Se estima que hay aproximadamente 12,500 mezquitas en Europa, distribuidas de la siguiente manera: Alemania: 2,820 mezquitas; Francia: 2,300; Reino Unido: 2,104; España: 1,766. Estas cifras incluyen tanto mezquitas tradicionales como centros islámicos y lugares de oración más pequeños.

FRACTURA

La polarización racial y el surgimiento de identidades comunitarias enfrentadas están marcando el pulso de Estados Unidos. En realidad, es el síntoma de una fractura más profunda, una que ya había anticipado Samuel P. Huntington en sus libros ¿Quiénes somos? y El choque de las civilizaciones, donde advertía que el multiculturalismo sin integración, el abandono de los valores fundacionales y la pérdida de cohesión cultural podrían llevar al colapso del sueño americano. Y es precisamente eso lo que hoy vemos: no un crisol de razas que se funde en una identidad común, sino una fragmentación tribal que amenaza con desintegrar la convivencia social.

CRISIS DEMOGRÁFICA

Según datos del Censo de EE.UU., los blancos no hispanos pasaron de ser el 79.6 % de la población en 1980 al 57.8 % en 2020, y se proyecta que serán minoría absoluta antes de 2045. Por el contrario, los hispanos ya superan el 18.7 %, los afroamericanos el 12.1 %, y los asiáticos se acercan al 6 %. Esta transformación no sería problemática si fuera acompañada de un proceso de asimilación cultural, pero no es así: muchas comunidades migrantes —legales o ilegales— no solo se resisten a integrarse, sino que buscan imponer sus costumbres, su lengua y sus códigos culturales en el espacio público.

Mientras tanto, la población blanca de origen anglosajón envejece. Como ya se mencionó, la tasa de fertilidad se sitúa por debajo del nivel de reemplazo (1.6 hijos por mujer), mientras que en muchas comunidades migrantes supera el 2.5. El fenómeno se agudiza en estados como Texas, California, Arizona y Florida, donde el inglés empieza a perder predominio y la historia nacional es sustituida por narrativas de victimismo y revancha identitaria.

NO ES UNA CUESTIÓN RACIAL, SINO CULTURAL

Este cambio demográfico acelerado no solo altera el equilibrio político y cultural, sino que provoca una reacción defensiva, muchas veces caricaturizada como “supremacista” por quienes, sumados, dominan la narrativa pública: los colectivos identitarios del wokismo, incluso las universidades. En realidad, se trata del reflejo vital de una identidad comunitaria —la de los llamados WASP: blancos, anglosajones y protestantes— que ve cómo los principios sobre los que se fundó su nación están siendo desmontados pieza por pieza. No es una cuestión de raza, sino de civilización.

La izquierda posmoderna, amparada en la cultura woke, ha convertido la diversidad en dogma, la inclusión en obligación y la corrección política en método de cancelación de cualquier forma de nacionalismo o patriotismo tradicional. Se censuran monumentos de los padres fundadores, se reescriben los manuales escolares para pintar a América como un imperio de opresores, y se margina a quienes defienden la familia, la religión, la propiedad privada o el mérito individual.

Frente a esta demolición ideológica, muchos ciudadanos —especialmente en comunidades rurales, los rednecks o del llamado “interior profundo”— reaccionan con miedo, con rabia y, a veces, con violencia. No se justifican los extremos, pero sí se entiende el hartazgo. Cuando se ve que los recién llegados no llegan a integrarse, sino a desafiar las reglas mínimas de convivencia del país que los recibe, el resultado es inevitable: polarización, confrontación, tribalismo. El sueño americano se transforma en pesadilla balcanizada.

¿Y SI FUERA AL REVÉS?

Vale la pena preguntarse: ¿qué pasaría si el fenómeno fuera a la inversa? ¿Aceptaríamos en México que cientos de miles o millones de estadounidenses se asentaran en nuestro país exigiendo hablar inglés, rezar con su propia fe y cambiar las tradiciones locales por las suyas? Sería impensable. Los autonombrados pueblos originarios —que de por sí segregan a las comunidades no indígenas o mestizas— alegan el reconocimiento de la propiedad original, su identidad, su autonomía y su derecho a preservar sus costumbres frente a la presión uniformadora del mestizaje o del capitalismo moderno. 

¿Qué ocurriría si en Arabia Saudita, Egipto o Irán una masa migrante cristiana exigiera construir iglesias, celebrar la Navidad públicamente y enseñar la Biblia en escuelas musulmanas? Sería considerado un atentado cultural.

PAÍS DE TRIBUS

La paradoja es que Occidente —en nombre de la inclusión y la culpa histórica— se impone a sí mismo una política suicida de apertura total, apoyada por la progresía política, mientras el resto del mundo protege celosamente su identidad, su religión y sus fronteras. Lo que en otros es orgullo cultural, en Occidente es “fascismo”.

El resultado está a la vista: Estados Unidos está dejando de ser una nación para convertirse en una geografía ocupada por tribus enfrentadas. Cada grupo demanda su cuota de poder, su narrativa, su reparación histórica. Es la renuncia a su alma cultural, al pacto fundacional que unía a los diversos bajo valores comunes. Si la identidad compartida se evapora, la nación se desvanece. Y en su lugar surgirán facciones, resentimientos y banderas enemigas o extranjeras ondeando dentro del mismo país, como sucede en los partidos de la selección mexicana o en las protestas propalestinas en las universidades americanas.