CULTURA, RUIDO Y UNA VERDAD INCÓMODA
Alfonso Grajales Cano
En México, cantar la realidad duele. Y cuando duele mucho, se le pone ritmo, acordeón, un bajo y se le llama corrido. Pero últimamente, ese canto se ha vuelto más bélico. Y claro, más incómodo. No por la música, sino por lo que retrata y a quién ensalza.
La bronca no es nueva, pero sí más escandalosa. Que si Peso Pluma idolatra al Mencho, que si Luis R. Conríquez no cantó sus “bombas” en Texcoco por miedo a la ley y el público se puso hasta la madre y destrozó el palenque. Que si en Guadalajara proyectaron la cara del Chapo como si fuera ídolo pop. Y mientras unos aplauden, otros quieren apagar el sonido a madrazos legales.
La presidenta Claudia Sheinbaum, con tono de mamá preocupada, dice que no se trata de prohibir, sino de “fomentar contenidos que no hagan apología de la violencia”. O sea, libertad de expresión sí, pero no tanta. Suena bonito, pero en un país donde hasta los libros de texto vienen editados con lupa, confiar en la “conciencia social” como dique suena a promesa hueca.
Y ahí empieza la discusión buena. ¿Tienen los corridos culpa de la violencia o solo la narran? ¿Es el artista responsable del contenido que canta o del contexto que lo rodea? Porque, seamos sinceros, el corrido de ahora ya no es ese que hablaba de Pancho Villa. El corrido moderno es otro animal: alaba camionetotas, armas de oro, montones de dinero y jovencitas que “cenan Pancho” a diario.
Y sí, muchos lo hacen por encargo. ¿Está bien? No. ¿Es legal? Todavía sí. ¿Pega? Como patada de mula. El corrido se volvió espejo roto de un país que sigue sin entender la diferencia entre reflejo y promoción. Porque la verdad, no es lo mismo cantar que fulano cayó por una redada, que aventarse un verso diciendo que el patrón “levantó a tres”.
Pero ahí va la otra cara: ¿quién está contando esas historias si el Estado no lo hace? ¿Dónde están los libros, las series, los medios que expliquen por qué hay chavos que sueñan con ser narcos en vez de doctores? El corrido —como el cine o la crónica— relata lo que otros callan. Y por más incómodo que sea, es cultura. Popular, ruidosa, a veces torpe… pero cultura.
Ahora bien, si lo vamos a regular, que sea parejo. No solo porque molesta que suenen esos nombres en la radio, sino porque tenemos miedo de que reflejen que ya perdimos esa guerra. Y cuidado con eso, porque si empiezas a prohibir lo que incomoda, el siguiente paso es hacer de chivo los tamales con todo lo demás que no embone en tu discurso.
La verdad es que la industria musical tampoco va a caer por dejar de cantar corridos bélicos. Hay talento de sobra. Pero prohibirlos de tajo sería como apagar el semáforo para evitar choques. Mejor preguntemos por qué hay tantos que conectan con esas letras. ¿Qué huecos sociales están llenando esas canciones? ¿Qué tan jodido está el panorama para que un chavito prefiera ser “Junior de Culiacán” que maestro rural?
Y sí, antes los compositores parecían más poéticos, más narradores, menos gritones. Pero también era otro México. Uno donde el miedo aún no se metía hasta la cocina y donde la sangre no salía en cada canción. Hoy la crudeza es parte del paquete: va con la canción, con la vestimenta y con el corrido que pega.
Así que antes de armar un pancho por los narcocorridos, mejor entendamos por qué suenan tanto y en tantos lados. Porque si no hacemos eso, seguiremos echándole la culpa a la música… cuando lo que está podrido es el sistema que la inspira.
Nos leemos pronto.
ESPINACAS
Por Popeye
Callan al corrido por escandaloso,
pero no al narco que lo hizo famoso.
No es la música la que mata al país…
es el país el que le dio letra a su raíz.
¡Seco el elotazo…!