La soberanía hipotecada

A ESTRIBOR

Juan Carlos Cal y Mayor

LA SOBERANÍA HIPOTECADA

Vox populi vox dei, “La voz del pueblo es la voz de Dios”, repiten algunos políticos con devoción impostada. Y se colocan, por supuesto, como únicos intérpretes de esa voz sagrada. Hablan como si el pueblo fuera un ente único, indivisible, unánime… y, curiosamente, siempre de acuerdo con ellos. Si alguien disiente, no es parte del pueblo, sino enemigo del pueblo. Así se establece una peligrosa dicotomía: o estás con el líder o estás contra la nación. O te adhieres, o traicionas.

En esa retórica, el pueblo ya no piensa: es pensado. Ya no decide: es decidido. Ya no delibera: es pronunciado en voz ajena. Y esa es, quizás, la forma más insidiosa de la delegación del pensamiento, esa que no se impone por decreto sino por seducción populista. El ciudadano, cansado de la complejidad, hipoteca su soberanía intelectual a cambio de certezas fáciles. Entrega su voz al caudillo, su juicio al partido, su conciencia al algoritmo. Y se siente representado, aunque sea en realidad manipulado.

DEL YO AL NOSOTROS 

En la democracia, los representantes deben hablar ante el pueblo, no en nombre del pueblo. Pero el populismo invierte la ecuación: convierte al mandatario en encarnación del mandante. Es el viejo recurso del mesianismo político. “No soy yo, es el pueblo el que me pide esto”, dicen, mientras concentran poder, descalifican críticos, justifican abusos y arman narrativas binarias donde toda objeción es traición.

No se trata sólo de una trampa retórica, sino de una renuncia colectiva al juicio propio. Ya lo advertía Immanuel Kant en 1784, en su ensayo ¿Qué es la Ilustración?: ⁠“La ilustración es la salida del hombre de su autoculpable minoría de edad. […] ¡Ten el valor de servirte de tu propio entendimiento!”

Pero muchos prefieren el cómodo refugio de una verdad prefabricada. Y así, como decía Byung-Chul Han, dejamos de ser sujetos para convertirnos en clientela: “La transparencia es el imperativo que convierte al sujeto en una cosa visible, medible, controlable. Ya no se piensa, se consume información.”

UNA TRAMPA CON HISTORIA

No es nuevo. Robespierre guillotinó en nombre del “pueblo virtuoso”. Hitler invocó al “pueblo alemán” para justificar su cruzada de exterminio. Chávez hablaba del pueblo bolivariano como si lo llevara en la sangre. López Obrador repetía “el pueblo está feliz” aunque los datos y las realidades digan otra cosa.

Hannah Arendt, en su estudio sobre Eichmann en Jerusalén, describe cómo el pensamiento se ausenta cuando la obediencia se justifica en nombre de una causa superior: ⁠“La principal característica del mal en nuestros días es que se comete sin convicción, sin maldad, sin intención demoníaca —como si no hubiera sido cometido por seres humanos en absoluto—, sino por personas que simplemente no pensaron si lo que hacían era bueno o malo.”

Eso es lo que ocurre cuando se hipoteca la conciencia: lo ético se diluye en lo colectivo. Lo justo en lo conveniente. Lo verdadero en lo útil.

PENSAR COMO ACTO DE SOBERANÍA

La soberanía no se limita al voto. Se ejerce también cada vez que alguien piensa por su cuenta, duda, pregunta, contrasta, incomoda. La democracia no necesita creyentes, sino ciudadanos críticos. No requiere unanimidad, sino pluralidad. Y no se sostiene con dogmas, sino con argumentos. Cornelius Castoriadis ya lo decía con claridad: “Una sociedad autónoma es aquella que se interroga sobre sus propias instituciones y las modifica conscientemente.”

Hipotecar la soberanía del pensamiento es el primer paso hacia su pérdida real. Y cuando eso ocurre, lo que queda no es el pueblo, sino la masa. No es la libertad, sino la obediencia. No es la voz colectiva, sino el eco amplificado de un solo discurso.