A ESTRIBOR
Juan Carlos Cal y Mayor
UBERTO SANTOS, LA SERPIENTE Y EL FUEGO
Alfaro Noticias acaba de publicar un extraordinario suplemento sobre el poeta Uberto Santos. Se trata de un acto de justicia, de honor a la verdad. Y es que el poeta chiapaneco es una de las voces más brillantes que tiene Chiapas aunque no goce aún del tamaño del reconocimiento y la popularidad de otros laureados poetas chiapanecos. No hay que esperar, hay que leerlo ahora para sopesar lo que aquí afirmamos.
Si Chiapas ha legado algo trascendente a la cultura nacional, no es precisamente gracias a sus gobiernos, sino a sus poetas. La estirpe literaria de este estado, tan golpeado y tan bello, ha parido voces que deberían figurar en las antologías escolares, en los libros de texto, en la conciencia colectiva. A veces ocurre —como con Jaime Sabines, Rosario Castellanos, Eraclio Zepeda u Óscar Oliva— que la celebridad nacional los rescata en vida. Pero otros van quedando en el desván polvoriento de la historia. El olvido se les instala antes del epitafio.
Uberto Santos, chiapaneco nacido en Venustiano Carranza, es un poeta vivo que parece haber escrito para fantasmas. Un Quijote que cabalga entre fieras, gritando en el desierto, construyendo con palabras un universo donde la serpiente, el barro y la palabra se funden en un mismo fuego sagrado.
VOZ EN LLAMAS
No es exagerado decir que la poesía de Uberto Santos es una convulsión del verbo. Como bien lo describió José Natarén en un ensayo reciente, es un poeta que “cabriola como sierpe entre la bruma”, que escribe desde el límite de lo humano. El suyo no es un lenguaje para leer en voz baja, sino para ser invocado. Lo suyo no son versos, son exorcismos.
Cuando Santos escribe, no describe: revela. Es un poeta que se arrastra por la entraña telúrica del ser para emerger con una flor de fuego entre las manos. Cada verso es una herida y un alumbramiento. Se interroga, nos interroga, nos sacude:
“¿Qué sueñan los reptiles?
¿Con qué pezones amamantan?”
Es el poeta que no teme blasfemar, ni tampoco rogar, porque sabe que el verdadero acto poético es un salto al abismo, donde lo sagrado y lo profano se abrazan con dientes.
LA PALABRA QUE REVELA
En tiempos donde la poesía se ha vuelto ornamento o ideología de pasarela, Uberto Santos encarna la tradición de los poetas que duelen. De los que escriben con la médula. Su voz es del linaje de los grandes: Vallejo, Lezama Lima, Baudelaire. Su palabra no sigue la moda, la combate. No se somete a la corrección política ni a la métrica complaciente: se desborda, se arrastra, muerde.
En su “Triscar de la serpiente” no hay consuelo fácil. Hay lenguaje telúrico, hay sombra y luz, hay tierra negra y verbo transfigurado. La poesía, dice Santos, no es un refugio sino una trinchera. Y se planta ahí, con su palabra de barro ardiendo, como el último juglar de una tribu que ya no escucha. Es el “poeta campesino”, dice de él, el escritor Javier Espinosa.
UNA CASA HECHA DE PALABRAS
En su poesía, Uberto Santos construye una casa para habitar el dolor y el asombro. Una casa que es él mismo. Por eso afirma:
“¿Cómo es posible
que al amasarme
no se hayan percatado
que al irme dando forma
iban también
moldeando una serpiente?”
Él es el poema. Él es la serpiente. Él es la bruma.
EL HOMENAJE QUE NO LLEGA
La cultura en Chiapas, ingrata y ciega, ha pasado de largo frente a poetas como Uberto. Al menos yo, desde Coneculta, tuve el privilegio de publicar su obra. Lo mismo pasa con Rodulfo Figueroa, con Joaquín Vázquez Aguilar. Poetas que escribieron como si fueran inmortales, sin saber quién los leería. Uberto sigue entre nosotros, aunque camina ya como si habitara el más allá de la memoria. Se ha ganado su sitio en el parnaso literario de los grandes poetas de Chiapas, aunque todavía no lo hemos ungido.
Deberíamos escucharlo antes de que calle. Leerlo antes de que nos lo arranque el olvido. Honrarlo antes de que sea estatua o polvo. Porque, como él mismo lo ha escrito, la permanencia no se mide en aplausos sino en fuego:
“Agítanse las rocas si las rozo,
enróscanse las aguas si las nombro.”
Escuchen, pues, al poeta. No vaya a ser que, como todo lo que de verdad importa en este estado, lo descubramos y reconozcamos cuando ya sea tarde.