A ESTRIBOR
Juan Carlos Cal y Mayor
ES AHORA O NUNCA
Ya basta de tolerancia mal entendida. Lo ocurrido recientemente con los estudiantes de la Escuela Normal Rural Mactumactzá debe marcar un punto de inflexión. Durante años, este grupo ha operado bajo la premisa de que cualquier acto de violencia, bloqueo, secuestro de autobuses o sabotaje institucional puede justificarse en nombre de una supuesta lucha social, escudándose en la tragedia de Ayotzinapa y en el discurso de “víctimas del sistema”.
Pero la paciencia social tiene límites. Lo que hemos presenciado en Chiapas —una vez más— no es una protesta, sino la reiterada comisión de delitos con total impunidad. Jóvenes que, lejos de prepararse académicamente para ser educadores, se han convertido en agitadores profesionales. Su expediente académico, cuando se revisa sin filtros ideológicos, dista mucho del compromiso con la enseñanza o el servicio público. Lo que buscan no es justicia ni transformación social: buscan prebendas, plazas automáticas y privilegios.
Me tocó lidiar con ellos hace algunos años, cuando el paquete de solicitudes que presentaron al gobierno incluía al CONECULTA. Entre otras cosas, pedían trajes regionales de al menos quince estados de la República para su supuesto grupo de danza. La solicitud, además de costosa, implicó una logística complicada: esos atuendos no se encuentran fácilmente en el mercado. Después de cumplirles ese capricho, siguieron pidiendo más, y fuimos testigos de cómo exigían a cada dependencia gubernamental un listado interminable de peticiones, como si el gobierno tuviera la capacidad de materializarlas de inmediato. Lo más indignante era que no rendían cuentas de nada. Y lo que me dejó un sabor particularmente amargo fue su actitud: jóvenes, casi adolescentes, que se dirigían a funcionarios mayores de edad con una soberbia rayana en la grosería.
El fallecimiento irresponsable de un normalista no fue producto de una represión estatal, como algunos intentan posicionar, sino de un accidente fortuito que quedó documentado en video. Lo peor de todo es que ya tienen lo que querían: un mártir con el cual victimizarse y seguir lucrando políticamente con sus exigencias al gobierno.
La pregunta de fondo es: ¿qué clase de maestros pretendemos formar? ¿A quién le estamos confiando la educación de las futuras generaciones? Resulta insostenible que el chantaje y la violencia sean los métodos de acceso al magisterio.
Chiapas no puede seguir rehén de estos grupos organizados que operan al margen de la legalidad.
Mientras México se desangra por la violencia, el narco y la anarquía, estos supuestos defensores del pueblo no solo contribuyen a crear un clima de ingobernabilidad, sino que se escudan en su condición de «estudiantes» para actuar con total desmadre. Todo lo justifican en nombre de una «lucha» que solo genera más pobreza y desorden.
¿Dónde queda su compromiso con la educación si sus acciones paralizan escuelas y afectan a comerciantes? No son héroes, son vándalos privilegiados que juegan a la revolución mientras el verdadero México lucha por salir adelante.
Y lo peor: el gobierno les aplaude o les tiene miedo como pasó con Rutilio. Les permiten violar la ley porque son «jóvenes idealistas», mientras que a cualquier otro ciudadano lo reprimen por protestar. Doble moral pura. Si de verdad quisieran cambiar las cosas, no incendiarían patrullas, ni secuestraría autobuses; no sabotearían, sino propondrían. Pero es más fácil vivir del victimismo y la impunidad que de resultados.
Chiapas no necesita más caos, necesita orden, educación de verdad y menos demagogia. Estos normalistas no son la solución, son parte del problema.
Vale la pena recordar que, durante su gobierno, Pablo Salazar Mendiguchía enfrentó esta misma situación y tuvo el valor político de cerrar la escuela. Fue una medida dura, sí, pero efectiva. Con Sabines se reabrió por razones que oscilan entre la ignorancia y la demagogia, reeditando el problema sin resolverlo de fondo. Hoy, el gobernador Eduardo Ramírez enfrenta un dilema similar, pero también una oportunidad.
Si cede, comenzará a perder autoridad. Si actúa con firmeza, marcará un precedente. Tiene a su favor un marco legal claro y el respaldo mayoritario de una sociedad harta del caos. Es su deber garantizar que todos los ciudadanos sean iguales ante la ley, y que nadie —por más que se disfrace de víctima— esté por encima de ella.
La gobernabilidad no se mendiga. Se ejerce.
Es ahora o nunca.