A ESTRIBOR
Juan Carlos Cal y Mayor.
La receta china
Trump está rompiendo con el viejo modelo imperial de intervenciones militares y redescubriendo el poder de la infraestructura y la demanda agregada. En lugar de guerras, impulsará obra pública, relocalización industrial y la protección del mercado interno: un giro desarrollista con inspiración en la “lección china”. Trump es, de hecho, el primer presidente estadounidense en décadas que no inició una guerra. Esta apostando por políticas económicas que recuerdan más al New Deal de Roosevelt que al neoliberalismo reaganiano. La idea era sencilla: sin base productiva no hay grandeza nacional. Y para eso se requiere infraestructura, empleo bien remunerado, y cadenas de valor integradas. Más que un discurso ideológico, Trump ofrece un nacionalismo económico pragmático.
Y resulta que esta estrategia se asemeja al modelo chino de desarrollo: una combinación de planificación estatal, inversión en infraestructura y fortalecimiento del mercado interno. China entendió, desde hace décadas, que el crecimiento sostenido requiere visión de largo plazo, conectividad y una economía mixta donde el Estado no sustituye al mercado, pero sí lo orienta.
En México estas nuevas realidades deberían provocar un debate serio. ¿Podemos aspirar a un modelo de desarrollo propio, basado en nuestras fortalezas y necesidades? La reciente propuesta del “Plan México”, busca abrir esa conversación. Se trata de un planteamiento que apuesta por industrializar el sur del país, integrar cadenas regionales de valor y fortalecer la infraestructura estratégica. Solo que se propone metas distintas, unas necesarias y otras poco realistas, Unas que se pueden impulsar en el corto plazo y otras que nos van tomar más un sexenio.
La idea de un “Plan México” que sustituya la lógica asistencialista por una agenda productiva, es un paradigma para la 4t. Apostar por el desarrollo económico implica sacrificar la rentabilidad electoral de los programas sociales. Puede leerse como una forma de recuperar el desarrollo estabilizador del siglo XX, pero actualizado al contexto global del siglo XXI. La clave está en no repetir errores del pasado: ni el estatismo ineficiente, ni el libremercado sin visión estratégica. El reto es lograr un equilibrio entre inversión pública inteligentemente dirigida y un entorno competitivo que atraiga capital, genere empleos y eleve el nivel de vida.
La globalización ya no es la de los noventa: hoy impera el regionalismo económico. Y en ese contexto, un plan de desarrollo nacional con visión exportadora, tecnológica y sustentable no sólo es viable, sino que debiera ser urgente. Trump, con todas sus contradicciones, entendió que la soberanía pasa por el desarrollo interno. Y China lleva décadas demostrándolo.¿seguiremos dependiendo del azar o tomaremos las riendas de nuestra industrialización con una política de Estado? La respuesta definirá si el futuro nos pertenece… o no.
EL SIGLO XXI EN DISPUTA
La competencia entre China y Estados Unidos no se libra solo en los mercados o en los foros diplomáticos, sino en un plano más profundo: la infraestructura como base del desarrollo tecnológico y la proyección geopolítica. Mientras el gigante asiático apuesta por construir el mundo físico y digital del siglo XXI, Estados Unidos enfrenta el reto de modernizar una arquitectura envejecida que fue durante décadas símbolo de progreso.
En tres décadas, China transformó su territorio: más de 42,000 km de trenes de alta velocidad, autopistas modernas, puertos interconectados y más de cien aeropuertos nuevos. Esta infraestructura no solo dinamiza su economía, sino que le permite operar con una eficiencia logística difícil de igualar. Estados Unidos, en cambio, arrastra una red vial y ferroviaria diseñada para otra época, con puentes, carreteras y sistemas públicos que necesitan renovación urgente. Su rezago incrementa costos logísticos y reduce competitividad, especialmente frente a un sistema chino que articula producción, transporte y exportación con precisión milimétrica.
El desarrollo tecnológico está íntimamente ligado a esa infraestructura. China ha creado un ecosistema físico-digital favorable a su industria: despliegue masivo de 5G, ciudades inteligentes, electrificación del transporte y liderazgo global en energías limpias. Ese entorno impulsa la innovación, pero también el control estatal. Mientras tanto, EE.UU. mantiene su liderazgo en tecnología disruptiva —chips, inteligencia artificial, software— gracias a su iniciativa privada y capacidad de invención. Pero la falta de cohesión entre regiones y la desigualdad en conectividad digital frenan la adopción masiva de esas tecnologías.
En lo geoestratégico, China ha comprendido que quien construya el mundo físico dominará también el mapa del poder. Su Iniciativa de la Franja y la Ruta (BRI) ha tejido una red global de puertos, trenes y autopistas financiada con préstamos estatales, generando dependencia estructural en más de 140 países. Esta estrategia no solo exporta infraestructura, sino influencia. Es una expansión geopolítica sin tropas: lo que antes requería bases militares, hoy se consigue con contratos de cemento y fibra óptica.
Estados Unidos, tradicionalmente dominante a través de alianzas militares, organismos multilaterales y corporaciones globales, ha respondido con sanciones, restricciones tecnológicas y llamados a la defensa del “orden liberal internacional”. Pero carece de un proyecto estructural equivalente al BRI. En regiones como África, Asia Central o América Latina, el impulso chino habla más fuerte que las declaraciones de principios.
La paradoja es clara: mientras China despliega un modelo tecnocrático autoritario basado en infraestructura y planificación estatal, EE.UU. lucha por actualizar un modelo democrático que promueve innovación, pero se ahoga en polarización política e incapacidad de inversión pública a largo plazo.
La infraestructura no es neutra: moldea rutas comerciales, define la velocidad de circulación del conocimiento y establece jerarquías geoeconómicas. China está construyendo su hegemonía con acero, silicio y diseño centralizado. EE.UU. debe decidir si quiere seguir liderando desde las cumbres del G7 o desde el terreno donde se juega el futuro global. El siglo XXI se está escribiendo con líneas de tren, cables submarinos, satélites y plantas de energía limpia. La disputa ya no es ideológica: es estructural, territorial y profundamente tecnológica.